Identidad de género

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Hay que entender que las identidades no son rasgos inherentes a las personas, es decir, no son su “esencia” como comúnmente pensamos. Sino que son construcciones simbólicas dinámicas y prácticas de demarcación social interiorizadas (Restrepo, 2015). Goffman (1997) las define como un recurso que utilizamos para relacionarnos con los otros, para definir a qué grupos pertenecemos y/o somos cercanos y a cuáles no. A lo largo de nuestra vida, asumimos distintos rasgos identitarios que pueden cambiar con el tiempo; por ejemplo, nuestra nacionalidad, nuestra afiliación a un partido político, nuestro rol en la familia, etc.

La identidad de género es una construcción performativa dinámica, es decir, no es una esencia determinada por la genitalidad, sino una elaboración simbólica que implica un posicionamiento frente a los demás, un sentido de pertenencia, un autorreconocimiento e, inclusive, procesos de identificación con distintos referentes representativos, prácticas y experiencias. No hay una sola manera de ser mujer u hombre, cis género o transexual, porque lo que define estas identificaciones involucra diversas formas de expresión, afectos y hasta de relacionarnos, que están atravesadas por nuestras condiciones materiales y subjetivas.

La identidad de género está atada a procesos internos complejos, pero el hecho de asumirlo como un rasgo público y enunciado sí implica dar un sentido a las experiencias y subjetividades en nuestro entorno. Por ejemplo, asumirse como gay en un entorno escolar sí puede generar ciertas formas de discriminación que pueden delimitar el desarrollo de la personalidad de una niña o un niño si no se le da el acompañamiento debido.

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